Aura María

 


En esa época yo vivía gracias a la literatura. No me refiero a que me hiciera ganar dinero, sino que, al contrario, tenía tan poco que solo lograba sobrellevar la adversidad gracias a ella. Y la literatura, al menos en mi vida, significaba tres cosas: los libros que leía, lo que yo escribía y mi novia. Esta última era increíblemente bonita, pero más que bonita, era inteligente, y aún más que bonita e inteligente, era una buena persona. Ya hoy en día es difícil conseguir alguien que reúna esas tres cualidades, las cuales, sin querer autoflagelarme, yo nunca tuve. Digo, tampoco era un tipo feo, ni me consideraba bruto o malo, pero sin lugar a dudas sí era un poco idiota. De otra forma no se podría explicar que no trabajase, que viviese de arrimado en el apartamento de mi chica sin poner una moneda, que justificase todo con el argumento romántico e ingenuo de que yo era un artista y solo a eso me dedicaría. En mi defensa, y lo veo ahora que ha pasado el tiempo, la razón de esa forma de pensar tan tonta se resumía en que, hasta aquel momento, había leído demasiado y vivido muy poco.


Mi novia se llamaba Aura María y era la hija única de un matrimonio con apellidos difíciles de pronunciar. Hace un momento dije que ella era parte de mi literatura y es que, curiosamente, era profesora de Lengua en una universidad. Yo la había conocido allí, no por razones académicas, sino por casualidad. Un tipo -que no sabía quién era- iba a presentar en la Facultad de Artes un libro o quizás una colección de obras plásticas, no sé, algo de ese estilo, y mi amigo Asdrúbal me había dado el dato. Yo sabía que esa clase de eventos tenían entrada libre y, si tenías suerte, podías conocer representantes de alguna editorial, lo que a su vez podía convertirse en una oportunidad para triunfar. Además, sinceramente, lo mejor de esos eventos era que daban buenos pasapalos y, si se alineaban las estrellas, también ofrecían vino. En síntesis, un buen sitio al cuál los escritores carroñeros como yo en ese entonces debían ir. Lo hice sin imaginar en que quedaría enamorado, idiotizado, estupidizado por la moderadora del evento. Aura era bonita, eso ya lo dije antes, pero es que también tenía un no sé qué que atraía, atrapaba y te dejaba arruinado en segundos. 

Aquella tarde no hubo editoriales ni tampoco vino, pero sí una invitación a tomar café que Aura decidió aceptarme. Recuerdo que me sentí afortunado, digo, esas son las cosas que hace el enamoramiento, puedes ser tan pobre como las ratas y aun así ser feliz, sentir que todo está bien. Así comenzamos a conocernos, con citas inesperadas que siempre terminaban bien, como si no existiesen barreras entre nosotros. Recuerdo que la primera vez que hicimos el amor yo sentí que iba a morir en cualquier momento, para luego entender que, posiblemente, nunca antes había estado vivo. Pasamos todo un fin de semana entre las sábanas, pero también bebiendo y comiendo, y tocándonos, y probándonos y muriendo más y más al final de cada orgasmo. Creo que hubiese podido escribir cosas increíbles en aquel momento, pero por primera vez no quería estar con ideas etéreas, por fin me sentía a gusto con la vida que tenía al frente.

Entonces Aura no tardó en invitarme a vivir juntos. No sé si realmente ella quería eso o solo buscaba ayudarme luego de que yo no tuviese forma de pagar mi habitación. Accedí aclarándole que sería por poco tiempo. Sin embargo, los meses fueron avanzando y yo seguí ahí, viviendo a cuestas de alguien que me quería. Quizás estábamos muy enamorados o éramos demasiado ingenuos como para darnos cuenta de que, al final, aquello no estaba bien. Digo, hay un hilo muy fino que divide las buenas intenciones de alguien con el abuso de las otras personas. Creo que yo era un muchacho inconsciente, uno que quería lograr sus sueños y no entendía que en ese camino uno debía ampollarse las manos o tener mal olor en los zapatos de tanto caminar. Era, como dije, un escritor carroñero, de los que deben sobrevivir como sea, incluso haciendo cosas vergonzosas; hoy en día hay muchos, muchísimos mejor dicho, pero la diferencia es que ya son aceptados y vistos con buenos ojos. Parte de la culpa la tiene la propia literatura, o mejor dicho, la idea que nos hacemos de cosas como la literatura. Se podría decir que, muchas veces, nos fríe el cerebro hasta crearnos el arquetipo de esos escritores bohemios que viven de sus palabras a toda costa hasta morir jóvenes escupiendo sangre, pero felices por haber hecho lo que querían. Eso no está mal, ahora lo veo, pero en ese camino, el camino de cualquier artista, terminamos siendo muy egoístas con las personas que nos rodean y nos quieren.

Ese fue el caso de nuestra relación kamikaze: yo recibiendo los golpes de la vida y ella en silencio, con una sonrisa, curando mis heridas cada noche. Aura María, vale la pena repetirlo otra vez, era una buena persona. Tanto así que una madrugada, luego de recorrer mi espalda con sus dedos y suponer que yo me había quedado dormido, se levantó y salió del cuarto para contestar una llamada. Yo la escuché teniendo los ojos cerrados. Hablaba con su padre, con su madre, con su hermano mayor, no lo sé, pero con un familiar cercano que seguramente le preguntaba cosas y le decía que, por amor a Dios, recapacitara un poco. No escuché nada de eso, pero sí las respuestas de Aura defendiendo una causa, defendiendo un amor, defendiéndome a mí. Argumentos como que "esa era su vida, que ese era su dinero, que ella sabría quién le convenía y quién no", fueron fantasmas que llegaban para erizarme la piel. Por primera vez sentí vergüenza de mí mismo, de mi destino, del sinsentido de la vida que llevaba. Aura volvió luego de la discusión, se metió a la cama y me abrazó muy fuerte, buscando, quizás, que yo nunca me fuese de su lado. Yo, desde mi trinchera, sentí que había perdido.

Una semana después Aura María y yo terminamos. Le expliqué los motivos lógicos y ella no los entendió. Le expliqué que era lo mejor, pero tampoco lo aceptó. Negó que lo nuestro fuese una amenaza, entonces le mentí diciéndole que, además, desde que estaba con ella yo ya no escribía, que necesitaba tiempo y espacio para concentrarme en mis sueños. Ahora pienso en esas palabras y repito que, si bien nunca fui feo, bruto o malo, sí que fui idiota. Ella se puso a llorar y yo me sentí la peor mierda del mundo, para ese punto ya no había vuelta atrás. La dejé pensando que era lo mejor y sufrí días y noches, tardes y madrugadas, intentando olvidarla. 

Al poco tiempo me fui de mi ciudad. Lo hice de la única manera posible, pidiendo dinero prestado y lanzándome a lo desconocido. Cuando me di cuenta de mí mismo, ya vivía en Europa. Entonces la adversidad, la verdadera adversidad, me miró a los ojos y me mostró sus dientes. Me dejé de tonterías, me dejé de sueños románticos y balbuceos, y comencé a trabajar. Fui mesero y repartidor, fui guardia de seguridad y reponedor de supermercados. Fui tantas cosas como podría imaginarse y cuando pasaron los años y yo ya era otro, volví a ser escritor. Y repentinamente las cosas fluyeron de otra manera, los libros se escribieron y las personas se interesaron en leerlos. Fue así como, luego de tantas historias, comencé a vivir realmente de la literatura. Un sueño hecho realidad, quizás, o solo la muestra de que la vida es caprichosa y ordena los acontecimientos como le da la gana. Pero ese capricho también devuelve segundas oportunidades y yo, con cuarenta y tantos en los hombros, volví a ver a Aura María en la feria del libro de Madrid. Había sido invitada como representante de nuestro país y la encontré dando un discurso sobre el camino de la literatura latinoamericana en el siglo XXI. Aunque me viese como un cínico, no pude evitar invitarla otra vez a un café, por lo menos uno más.