Quién lo diría, pero quién podría negarlo. Yo, entrando a un edificio altísimo en el centro de la ciudad, cuando el reloj marcaba la madrugada y las mariposas empezaban a alzar vuelo. Y digo empezaban porque desde hacía días venía pensando en ella, buscándola, lanzando chistes hacia su risa.
Incluso en las despedidas intentaba darle un beso, ella tomaba mi cuello y yo me sentía alguien afortunado. Ahora al fin se habían alineado las estrellas y yo iba ahí, como un muchacho perdido en la niebla, intentando llegar a un departamento que me llamaba. Recuerdo que antes de tocar el timbre sentí miedo, mucho miedo, no a llegar, sino a tener que irme en algún momento. Cuando se abrió la puerta me recibió una sonrisa en un pijama, un olor a chocolate y menta en un cuello calentito. Su amor se acurrucó en mi pecho por primera vez, y yo cerré los brazos intentando protegerla. Hay noches sobresalientes en la vida de cualquier persona, pero esa, la de noviembre, nunca la olvidaré. Ni a ella tampoco.