Fotografía obra de Génesis Pérez
Empezó siendo un territorio
inmenso que llegaba hasta Brasil y que mostraba su esplendor bajo la categoría
de provincia. La mano del hombre y la razón justificada de éste la fueron
reduciendo, hasta llegar a ser lo que es hoy: dos ciudades unidas por imponentes
puentes que atraviesan los más imponentes aún Orinoco y Caroní. Nunca olvidaré
la unión de estos, clara de uno y oscura del otro en una línea exacta, como si
la naturaleza nos gritase una vez más acerca de su increíble majestuosidad. De
puerto Ordaz a San Félix, de San Félix a puerto Ordaz, así quedo delimitada la
gran provincia según la geografía. Sin embargo, en mi concepción, tal vez
anticuada, Guayana sigue siendo todo en conjunto: El Callao con su oro,
Tumeremo, El Palmar, Guasipati, Ciudad Piar, Ciudad Bolívar, Santa Elena de
Uairen, La Gran Sabana; nombres con los que crecí y que desde siempre llevaré
impregnados en mi ADN. Niñez entre arboles de Pozo Verde, entre campos de
Upata. Eso es Guayana, no dos ciudades sino la bastedad de todo un paraíso.
Aquel autor prodigio de Caracas,
realizó en su obra una descripción sin igual del territorio entero. Me refiero
al gran Rómulo Gallegos con su eternamente maravillosa «Canaima», de donde me permití tomar el
título de esto que escribo. Habla de todo el espacio durante una época ya
lejana. Aquel que se adentre en lo que la obra expone, sabrá con certeza que
Guayana (aún después del tiempo trascurrido) continúa siendo el mismo Edén
perdido.
La belleza no solo se ve
reflejada en la geografía, las costumbres o la cultura; es la gente que habita
en tan descomunal región otra razón para que uno quede perplejo. Es como si por
añadidura, el territorio solo pudiese ser habitado por individuos igual de
grandes, igual de bellos. El queso
telita y su poder sobre el sentido del gusto; protuberancias de la tierra
únicas en su clase a las que alguien decidió llamar Tepuyes; la caída de agua
más alta y que de paso fue descubierta por un Ángel; minerales que se sacan de
un suelo que pareciera nunca dejar de producirlos; un calipso tocado y bailado
o una bomba llena de agua en la mejor de las épocas anuales: el carnaval.
Infinitos ríos que muestran su belleza por todas partes con playas de arenas blancas,
islotes quietos y catamaranes o lanchas que van y vienen por la extensión del
agua. Entonces abro los ojos y me doy cuenta de que no describo un paisaje
imposible de existir, sino al contrario, a uno al que orgullosamente llamo “mi
tierra”. Soy guayanés, soy un aventurero.