-De muerte y Redes Sociales-


Fotografía obra de Alberto Rojas. Fuente Original: Caracas Shots

Mis amigos... ¡Ay  mis amigos! Ellos se fueron muriendo por cuestiones del destino, o quizás que la parca llegó a niveles de aburrimiento exorbitantes. Pobres, cada final fue tan dramático como el de Mirandino paiba y Nena la Bohéme. Ahora más que nunca recuerdo sus trágicos desenlaces.


La soledad condujo a Bebo a los caminos del limbo. Esa ausencia irrevocable y una memoria llena de historias que ya nadie quería oír. El olvido se transformó en asesino  y una noche de sábado llegó para volarle la tapa.

Zenón no pudo encontrar los colores que deseaba para pintar, tal fue el anhelo por terminar su obra según sus gustos que llegó a concluir que solo en la otra vida lo lograría.

El tiempo se llevó a Garmendia, el tiempo y sus ataduras que no le permitieron ser libre. Dicho elemento corrió más rápidamente en su reloj para atormentarlo, logró hacerlo viejo en plena juventud.
Cheo encontró su verdugo en el arrepentimiento, estaba cansado de una vida que no había querido fuese la suya. Gracias al rayo que le cayó como mandato de los dioses, consiguió una oportunidad para comenzar de nuevo lejos de esta reencarnación.

Alejo fue el único que dejó testamento, ya presentía que se acercaba la hora en la que lo vestirían de ataúd. El problema es que quedó escondido y nadie llegó a leerlo, su defunción pasó sin que ninguna persona supiese cuales fueron sus últimos anhelos.

Parménides II, el que intentaba siempre llegar a las estrellas, se mató en un choque cuando el carro le patinó por la lluvia. Quien lo acompañaba y que sí sobrevivió al impacto con el árbol, afirmó que sus últimas palabras fueron: “nunca entenderé lo aparentemente entendible”.

El corazón de Nico también dejó de latir pero nadie le quitó la seguridad de sus palabras. Se mantuvo hasta el final siendo un rebelde, un soñador y un demente disfrazado.

Aureliano quedó en el acto por una fiesta alucinante en el recorrido de una madrugada azul. La música hizo que su cabeza cediera ante la adrenalina, las luces que sus ojos se perdieran, su pareja de baile que su alma ascendiera ante los movimientos desplegados.

A Joseito, el único malandro de entre mis amistades, no fue una bala fría la que le pulverizara el corazón, sino las palabras de Natalia cuando esta sin piedad le confesó: “ya no te pienso, ya no te extraño, ya no te amo…”

Quizás ningún final fue peor que el mío. Yo que tenía la intención de cambiarlo todo, de disfrutar cada suspiro sonriente. Yo que contaba con esta oportunidad de vivir, de llorar, de cualquier cosa. Justamente yo pasé a ser un difunto sin pena ni gloria, sin haber visitado todos los lugares del mundo que me había propuesto. Ocurrió cuando caminaba por una calle en el punto más oscuro de la noche y un jinete del apocalipsis que usaba una moto de corcel decidió aparecer para robarme. Se llevó dinero, unos zapatos viejos y toda la esperanza que llevaba encima; luego por capricho me dio un balazo en el pecho. Antes de cerrar los ojos por última vez, comprendí con tristeza que mi barrio ya no era mi barrio.


Y la muerte, esa incógnita que nos aumenta las ojeras, terminó por consumir mis redes sociales, más aun en este país en donde ella se deja ver más de lo que debería. A veces me gustaría saber si a los difuntos nos extrañan realmente. No lo sé, pero tú que lees esto y que también pasarás a ser parte de nuestra casta, podrás revelarnos tan nostálgica cuestión.