-Hogar de mis entrañas-


Fotografía obra de Alberto Rojas. Fuente Original: Caracas Shots

Vivir es encontrar.  Se encuentran sitios bonitos, experiencias, cosas importantes que guardamos en alguna cajita. Nos encontramos luego de perdernos, luego de huir de nosotros mismos. En algún bar nocturno, en mediodías caribeños, en la parada del autobús. Encontramos porque así es el sistema que nos tocó. Yo, por ejemplo, volví a esta casa queriendo encontrar en ella lo que no tenía dentro. Respuestas al crucigrama de mis días, quizás, o una razón por la cual continuar luchando.


En la sala estaba intacto el tocadiscos que mis abuelos dejaron a la familia. Puse a sonar a la Billo´s Caracas Boys para no sentirme tan solo y de una vez ahuyentar a los fantasmas que seguramente habían reclamado la casa como suya. Comencé como quien vuelve a ver a un viejo amor, intentando ser agradable, después de todo aquellos pasillos me criaron y soportaron durante muchos años. El polvo lo cubrió todo como una escarcha de abandono y olvido. Este sitio, tan conocido y extraño, era un monumento del pasado en el presente. Cuantas historias albergó y ahora solo lo llenaba la ausencia.

No distinguía muy bien lo que hacía en aquel lugar. Visité la sala, los cuartos, la cocina, los baños,  el estacionamiento; exploré las ventanas, los candelabros, la cerámica con bichitos correlones; lloré un poco con el viejo piano y la mesa rectangular en la que celebrábamos los diciembres. En el lumbral de la puerta principal revivió el holograma de mis papás discutiendo y diciéndose adiós. Nada sería igual después de eso. Sin embargo no estaba allí únicamente para recordar melancólicos retazos de mi niñez, debía seguir buscando.

Entonces llegué al depósito, ese cuarto en el que la familia guardó leyendas y misterios más que chécheres sin utilidad. Ahí seguramente los fantasmas, como mínimo, intentarían tocarme el hombro, llamarme o aparecerme en algún espejo. Sabiendo que todas las posibilidades me esperaban, entré presintiendo que la peor de las apariciones  serían mis espectros más sentimentales.

En esa penumbra en la que el tiempo corría distinto al mundo exterior entendí que los secretos de la humanidad estarán por siempre en cuartos oscuros y húmedos. La espada de mi bisabuelo, el militar; los pinceles de mi tío, el artista; la máquina de coser de mi abuela, la que me hacía chalecos de cuadros; y tantos trastos como solo los Buendía en sus cien años de soledad habrían podido reunir. Esculqué entre libros antiguos, medallas por logros alcanzados,  jarrones de oriente, tres guitarras, cajas de cervezas, maletas de viaje. Tanto vi y tanto conocí que apenas pude llorar un poco más cuando, irónicamente, escuché que abajo sonaba “La casa de Fernando”.

Abandoné la casa luego de encontrar una fotografía en la que posaban cinco personas alegres: mis papás, mis hermanos y yo. Cuando llegaba ya a la acera de la calle, voltee para capturar una vez más al que alguna vez fue mi hogar. En el segundo piso, donde antes estaba mi cuarto, me pareció ver a alguien entre las cortinas. Yo lo sabía, era un pedazo de mí que se había quedado para vivir eternamente en ese pasado tan bonito. Esta vida es un constante encuentro, como dije al principio, pero también una suerte de despojo.