Chimana Segunda


Fotografía obra de Juan Mattey. Fuente original Flickr

El calor del sol lo despertó. Le ardían los ojos, tenía los labios resecos y la cabeza le dolía como si un rayo se la hubiese atravesado. No podía pensar con claridad ni recordar nada. La boca le sabía a ron y a desastre. Todo era culpa de la noche anterior. Se había perdido intentando cosas nuevas. No había resultado muy bien, el problema de botar la casa por la ventana es no saber luego en dónde cayó.


Por un momento sintió vergüenza consigo mismo, hacía tiempo que había prometido no volver a caer en ese tipo de estados. Y lo logró al menos por un par de años. Pero era un tipo depresivo, de esos que  no ven el vaso medio vacío porque en realidad ya ni siquiera ven ningún vaso. Hacía algunos meses que todo le estresaba. Trabajo, rutina, echarle comida al perro, ir a comprar pan. En su pecho se había generado un agujero negro que se iba expandiendo tragándose poco a poco sus órganos y su esperanza. Ya no quería salir de la casa y siempre tenía ganas de caerse a golpes con alguien que no estaba, que ni siquiera existía.

Solo a sus amigos más cercanos les tenía paciencia. No eran muchos, apenas dos o tres. La verdad eran ellos los que le tenían mucha paciencia a él. Juntarse con un hombre tan complicado es fastidioso y tiende a aburrir. A pesar de que sus amigos eran una bendición no pudieron quedarse toda la vida, tenían planes, metas, ganas de salir adelante. Para lograrlo  era necesario irse del país. La mañana en la que despidió al último en el aeropuerto entendió cuán grande era su cobardía en dar ese paso.

Se quedó solo y más irascible que nunca. Pasaron los días, las semanas y los meses. La soledad agrandó el hueco en su interior hasta abarcar un pedazo considerable de estómago. En el punto en el que debería hallarse el corazón sentía frío constantemente, quizás hacía mucho que había muerto sin darse cuenta. O de repente solo era un obstinado del demonio que no tenía nada porque luchar en esta vida.

Una noche (la de anoche), cuando estaba al borde de la catástrofe, salió de la casa buscando refugio en las profundidades abisales de un bar. Y bebió solo y bailó con extrañas y esta vez sí pudo darse golpes con algún idiota. Incluso eso, incluso todo. Volvió al caos porque por lo menos en este no se sentía tan solo y ya no pensaba en Ella, en su forma de caminar y su cabello rizado. No le importaron los excesos ni terminar en un baño vomitando al destino. En algún punto todo quedó en blanco y ya no supo más. Había sido desconectado de la realidad, viajado hasta una galaxia muy lejana y visto la cara de la muerte. Esta última era alguien a quien había querido mucho en el pasado.


El calor del sol lo despertó, eso dice la primera línea de esto. Pero más que el calor fueron el sonido de las olas llegando con la marea. Con la cabeza rota por aquel rayo mencionado se incorporó para mirar a su alrededor. Estaba acostado en la arena de una playa. Cómo había llegado hasta ahí no lo sabía. Tampoco tenía a nadie cerca que se lo explicase. Se levantó tambaleándose. Era una isla que en la sima de un cerro  tenía un faro. Podía asustarse pero estaba muy ocupado sintiéndose horrible. Al menos aún estaba. Prefirió quedarse en ese rincón tan alejado del universo y de la furia de sí mismo. Estaba mejor así. Debía ser mediodía y él al fin se sentía tranquilo. Quizás la noche y aquella isla promovían un nuevo tipo de catarsis. El nombre de esta última era Chimana Segunda.