Atlántico



Fotografía obra de Jaime Zarate. Fuente Original Flickr


Tras colgar la llamada, se quedó en silencio y mirando el vacío. Estaba desubicado, esperando que algo más pasara, que el teléfono sonase de nuevo para seguir la conversación. Pero no pasó, ni eso ni otra cosa, solo la espera se hizo más larga, se prolongó hasta volverse recurrente, aburrida y monótona.


Los días iban pasando y él esperaba a que avanzase la fila en el supermercado, a que el semáforo cambiase o que el café se enfriara para poder beberlo. Sin embargo, esas eran esperas menores, había otras más complejas y difíciles, como el lapsus de tiempo en el que tardaba en llegar el pago del trabajo o ese en el que se demoraban en sanar sus moretones tras jugar fútbol.  Existía también una tercera categoría de esperas, estas eran las más melancólicas, como cuando esperaba inútilmente a que la lluvia terminase de caer, y esa otra, no menos gris, en donde esperaba a que el amor volviese. 

Una noche terminó por desesperarse. Luego de estar deprimido y de no comer, decidió salir. El problema es que eran las 11:00 p.m. y es bien sabido lo peligroso que es caminar en las calles durante las noches venezolanas. Eso lo tenía sin cuidado, morir lo tenía sin cuidado. Se vistió como alguien que intenta verse como una buena persona, incluso se echó perfume y salió sin destino ni miedo a recorrer aquel barrio que ya no era su barrio, que parecía distinto y ajeno. 

Como una respuesta a su estupidez, con solo recorrer una cuadra se detuvo junto a él un Mitsubishi Lancer color plata cuyo piloto, por sorpresa, no era un malandro sino su amigo Alfredo Gutiérrez quién no tardó en insultarlo, preguntarle si estaba loco y ordenarle que subiese al carro. Él obedeció sin muchas ganas, en silencio, como ausente.

—Si lo que quieres es morirte o que te cojan, hoy no será el día. Vamos a la Atlántico porque hay rumba. 

Alfredo Gutiérrez era lo más parecido a un Play Boy dentro de sus amigos, muy diferente de aquellos intelectuales fríos con los que conversaba de literatura, cine o política. Con Alfredo se hablaba de fiestas, mujeres y alcohol. Era el tipo de amigo que todos deberíamos tener, alejado de lo onírico y cercano a la realidad decadente de los hombres. 

Avanzaron el camino hablando de los últimos partidos, de algunos exámenes de la universidad, Alfredo asustado de repetir el semestre, él intentando no decir que recientemente le habían mandado el corazón a la mierda. Así llegaron a su meta, una casa de la Parroquia Unare, efectivamente en la Avenida Atlántico. Era grande, de dos pisos, con una terraza y una piscina pequeña. La fiesta era en el patio y había muchísima gente, algunos rostros conocidos, otros nunca vistos, y muchos que no distinguía pues se mantenían en sombras, ocultos, seguramente fumando marihuana. 

Alfredo se reunió con sus viejos amigos, una banda del desastre, todos altos, con mirada de tiburón y sonrisas de histeria. Él se quedó recostado a una pared y como no supo qué más hacer, empezó a pensar en su vida, en el tiempo, en su interminable espera. Entonces se dio cuenta que le había comenzado a tener pánico a ese proceso, a esperar, y prefirió pensar en otra cosa, lo intentó con fuerza, pero era un círculo vicioso y recayó.

Justo antes de una crisis nerviosa, sintió que alguien le tocaba el hombro llamándolo, era una muchacha con un vestido azul que le pedía fuego para su cigarrillo. Él buscó en su bolsillo y no encontró nada, al responderle negativamente la muchacha no contuvo un «vaya, ¿pero para qué sirves?», dio media vuelta y se perdió entre la multitud. Pudo enojarse, gritarle algo, pero la verdad es que era muy bonita y no le dieron ganas de defenderse. 

Gracias al encuentro con la muchacha salió de su ensimismamiento y empezó a prestar atención a su alrededor. Era una fiesta ejemplar, casi calcada de otras, con personas bailando en el medio canciones de reggaetón, otras alrededor intentando conversar y algunos abstraídos en el teléfono. Todos bebían ron con coca cola, solo eso, como si fuese la única bebida que valiese la pena. Muy bonito, pensaba él, sin dejar de preguntarse qué hacía en ese sitio al que solo el destino o la intuición de Alfredo Gutiérrez lo habían llevado. 

Antes de volver a pensar pendejadas depresivas, se dio cuenta de una verdad más incómoda: tenía ganas de orinar. Se abrió paso entre la gente y encontró la puerta de entrada a la casa. Su sala era bonita, amplia, con arreglos en madera que hacían que todo el interior oliese a otoño. No tenía ni un alma, estaba vacía. Dejándose guiar por el sentido común encontró el baño (uno que era innecesariamente grande) y pudo orinar tranquilo. 

Lavándose las manos, justo antes de salir, escuchó una conversación que venía desde afuera. Un muchacho y una muchacha discutían con voz elevada, pero no tanto como para llegar a los gritos. El muchacho le cuestionaba algo a la muchacha, el muchacho le replicaba con agresividad y enojo mientras que la muchacha se defendía alegando inocencia. Finalmente, perdiendo el pudor, el muchacho le dio su sentencia: «¡eres una puta!». Tras un silencio leve, se escuchó el sonido inconfundible de una cachetada. 

Mientras tanto, en el baño, él pensaba: «listo, se la ganó este pendejo», y luego de esperar un momento y no escuchar más, decidió salir. Descubrió a la muchacha bonita del vestido azul sentada (o mejor dicho tirada) en el suelo, con una mano sobre la mejilla y llorando desconsoladamente. Él entendió la escena, supo quién había golpeado a quién. El muchacho de la discusión ya iba camino a la fiesta y tras oír el sonido de la puerta del baño giró, lo vio y le dijo «tú no viste nada, hijueputa», y salió.  Él volvió a ver a la chica del vestido azul quien también le dirigió la mirada. En ese estado, perdida entre las lágrimas y el desconsuelo, se seguía viendo bonita, muy bonita. Entonces en el interior de él se accionó algo, de repente ya no tuvo ganas de esperar, de estar perdido o deprimido, solo sintió furia, caos, la necesidad de partirse la madre con otro.  

Comenzó a caminar hacia la salida, primero lentamente, luego con más determinación. Escuchó un lejano «epa, qué vas a hacer» de la chica que seguía tirada en el suelo. Apenas pudo responder «servir para algo» antes de salir al patio, encontrar al novio, amante, hermano, amigo celoso o solo machista de mierda que le pegó a la chica bonita del vestido azul y clavarle un gancho en la quijada. Fue un buen golpe, uno traicionero, sí, pero un buen golpe al menos, de esos que te hacen doler los nudillos por la fuerza del impacto. El tipo cayó de espaldas, desubicado, adolorido, no tardó en ponerse de pie. Era grande y fuerte, seguro uno de esos que van al gimnasio con disciplina. Y para colmo, rápidamente se agruparon a su lado otros más que tenían su mismo aire, eran cinco o seis, sus amigos obviamente. 

Ahora sí estoy jodido, pensó él, ahora sí me jodieron. Pero no tuvo miedo, no se echó para atrás, ya la vida le había cambiado, o quizás era él quién había cambiado a la vida al darle un buen golpe en la cara. Vio a los tipos y, estando en posición de boxeo, esperó. Esta sería la última espera, aquella en la que la vida seguramente devolvería el golpe que acababa de darle. Justo un instante antes de ser masacrado por los otros, apareció Alfredo Gutiérrez y su banda del desastre en su ayuda. Sin que los demás integrantes de la fiesta pudiesen asimilarlo, ya tenían en frente una pelea global. Mujeres gritaron, vidrios se rompieron y golpes fueron y vinieron hasta que finalmente, él, Alfredo Gutiérrez y sus amigos ganaron y los otros se fueron de la casa. 

Media hora después, él estaba sentado en la acera de la calle, con el tabique roto y la nariz sangrándole un poco, pero sonriendo sin saber por qué exactamente y mirando de vez en cuando el cielo nocturno. Antes de irse en el Mitsubishi Lancer, alcanzó a ver a la muchacha del vestido azul salir de la casa buscando a alguien con la mirada; sabía que lo buscaba a él. No hizo nada por llamar su atención, era mejor que ahora ella fuese quien lo esperase.