Fotografía obra de Celso Emilio Vargas Mariño
Título del capítulo:
“El pianista zapatero”
-2: 35 pm del miércoles 14 de septiembre-
La clase a la que estaba
asistiendo se llamaba Ética y de ese término solo sabía que un tal Sócrates
había sido su padre. Tenía un sueño anormal por haberme trasnochado la
madrugada anterior y mi conciencia solo se concentraba en evitar quedarme
dormido, mientras el profesor daba comienzo a la clase aquella mañana lluviosa.
Debo confesar que para mí fue una sorpresa el hecho de que el tema a tratar en
esa clase no fuese otro que la felicidad. Por supuesto al percatarme de esto me
espabile de inmediato y el sueño se alejó de mis ojos justo a tiempo para
lograr escuchar como el profesor decía:
-Hubo un corte en la filosofía
moral realizado por Kant que dijo: “La razón humana se equivoca en buscar un
sentido a la felicidad y en cómo llegar a ella…” -
Aunque el profesor continuó
hablando sobre el punto de vista de ese señor Kant del que yo no sabía nada de
nada, yo ya había dejado de escuchar lo que decía. En ese momento se comenzaba
a formar en mi mente una especie de huelga general realizada por todos los individuos
que habitan en ella y que en conjunto conforman mi Ser. Siendo más claro, la
afirmación que daba el profesor iba en contra de todo lo que yo tenía concebido en cuanto a la
felicidad. Solo para saber que más tenía que decir, presté mucha atención a la
clase y para el final de ésta la huelga general ya había alcanzado niveles
alarmantes en mi cabeza. La razón del caos había sido, para resumir, la
explicación filosófica que había dado el profesor de la felicidad. Para mi ella
no era solo una cosa común, corriente y sin valor aparentemente grandioso. Para
mí la felicidad era ese punto máximo al que solo algunos pocos podían llegar
luego de mucho sacrificio, paciencia y una suerte enorme. El equilibrio
perfecto entre paz y tranquilidad con este mundo, entre alegría y amor. De
igual manera aceptaba que todos tienen derecho a opinar sobre cualquier cosa
pero jamás hubiera llegado a pensar que algo que yo poseía en un pedestal como
una de las cosas más bellas por las cuales luchar en esta vida, fuese igualmente
tomado a la ligera por muchos otros. En fin, salí de esa clase con dolor de
cabeza (quizás sería porque en la huelga empezaban a prenderle candela a mis
neuronas o algo así) y como si me hubiesen pegado una cachetada con cada uno de
los testimonios de los filósofos antiguos.
Recuerdo que esa tarde fui hasta
una plaza que quedaba cerca y me senté en una banqueta que quedaba al frente de
una fuente que escupía agua hacia arriba. Pensé en muchas cosas durante el
tiempo en el que estuve sentado allí solo y en medio de gente que ni me miraba
al pasar. Recordé lo que había sido mi vida hasta ese momento y llegué a la
conclusión de que aunque nunca hubiese aceptado la pobreza y la necesidad,
ambos términos describían mi realidad en lo que había vivido hasta entonces.
Por ningún lado se veía ni siquiera la sombra de lo que yo mismo concebía como
felicidad. No había ni paz ni tranquilidad por ningún lado. Al contrario de
cosas buenas y como decía mi viejo: “lo que siempre sobraba era una abundancia
de escases que no terminaba”. Bueno la verdad en ese momento, y quizás por el
calor infernal que hacía, yo no podía llegar a pensar con claridad. Después de
unas horas de pensamientos torturantes, me fui desilusionado a mi casa tomando
dos autobuses para lograr llegar hasta los barrios populares de la ciudad. Me
bajé como de costumbre en la parada que más cerca me quedaba de mi casa, es
decir que aún tenía que caminar alrededor de tres cuadras para poder llegar a
ésta. Fue así como pase al frente del taller de Pacho y justo allí, como de
costumbre, estaba él. Con sus setenta y tantos de años, reparaba zapatos
mientras sonaba de fondo una canción de Billos en un radio que parecía haber
sido comprado hacia 40 años atrás. Me vio, levantó una mano y con una sonrisa
gritó: “¿Cómo está la cosa viejito?” Yo levanté también la mano y le devolví el
saludo. Ahora que lo pensaba nunca había visto a Pacho molesto o preocupado por
alguna cosa. ¡Claro! Sería él quien me daría la respuesta de cómo encontrar mi
felicidad. No caminé más hacia mi casa sino que fui hasta donde estaba el
viejito cayéndole a martillazos a unos tacones de mujer como quien en vez de
querer repáralos los quería destruir. Me miró y volvió a sonreír, le faltaba un
diente y eso hacía que su expresión fuese más cómica aún.
-Pacho, ¿será que me puede
responder algo?- le pregunté como si su respuesta fuese la cosa más importante
del mundo.
-Claro chamo ¿Para qué estamos
los viejos si no es para ayudar a los jóvenes? Habla, habla y distráeme antes
de que me dé por quemar estos endemoniados tacones, no lo hago de una vez
porque son de la vieja Silvia y tú ya sabes cómo es esa señora de...- y se detuvo para no decir groserías.
-Bueno se trata de que… la verdad es que no sé cómo preguntárselo
pero hay va: Usted siempre está feliz y contento y yo quisiera saber cómo hace
para serlo, estoy muy confundido en cuanto a ese tema.
Aunque me sentí como un completo
idiota, el hombre viejo que estaba al frente de mí continúo con su sonrisa
mirándome directamente a los ojos. Al rato al fin habló:
-Hace mucho tiempo yo tocaba
piano en bares y clubes de la ciudad. De eso vivía y comía y nada me gustaba
más que tocar mis canciones ante mucha gente que bailaba al ritmo de éstas.
Tenía un sueño y era viajar a muchas partes del mundo como La Habana, New York,
Paris y demás a tocar mi música. ¿Quieres saber la triste verdad que sigue en
esta historia?- me preguntó.
- Creo sospechar que pasó. Usted
seguramente no pudo realizar su sueño ¿cierto?- dije aunque no sabía realmente
de que serviría esto con el tema de la felicidad.
- ¡Claro que logré realizar mi
sueño muchacho! ¿Acaso me ves cara de perdedor? Fui a todos esos lugares y
disfruté como los grandes. Conocí muchísima gente y en serio no te imaginas las
cosas que viví en esos días. Y eso que te estoy hablando de los años 50 en
los que este mundo parecía más pequeño
de lo que es ahora. La triste verdad es que nada de eso me llenó y después de
andar, ver y hacer muchísimas cosas, seguía igual que al principio solo que con
otro tipo de pobreza. Volví a esta ciudad de visita cuando recién habíamos
acabado una gira y pasó lo que menos creí que me hubiese podido pasar a mí: me
enamoré perdidamente de María y abandoné todo con tal de vivir todos los demás
días de mi vida a su lado. Bueno se trata de lo siguiente, por lo general uno
encuentra la felicidad de la manera que menos espera, no con plata ni con fama,
ni nada de esas cosas que uno por lo general cree. Simplemente es eso que la
gente llama destino, el que le termina dándole a uno la sorpresa cuando menos
se lo espera. Te diré algo muchacho, quizás en este mismo momento ya tienes
todo lo necesario para ser feliz pero no has sabido darte cuenta. Concéntrate
en disfrutar las cosas bellas de este mundo y así podrás encontrar la felicidad
y lo verdaderamente bueno de esta vida.
***
Esa noche casi no dormí. La charla, con el que ahora sabia había sido
hacía mucho tiempo un pianista, realmente me había cambiado la forma de pensar.
A partir de ahora no lucharía por encontrar ese estado sublime llamado
felicidad que parecía estar reservado nada más para los sabios que vivían en
montañas alejadas de todo el mundo. Pacho me había enseñado que la felicidad
llegaba sola a los que de verdad la esperaban, solo había que saber
reconocerla. Mirando al techo del cuarto mientras estaba acostado en mi cama y
sonreía con la misma mirada del pianista zapatero, concluí algo: Seguramente
Kant nunca se había enamorado realmente.