Fotografía de Víctor Alfonso Ravago
Iba por una calle poco
transitada, de esas que siempre terminarán en un mismo punto: el centro de la
ciudad. La vida parecía una densa niebla que no disipaba a pesar de mis
esfuerzos constantes por complacer a los que me rodeaban. Yo en ella, no era
sino un solitario becerro que tanteaba a ciegas para lograr encontrar algo. Me había pasado ya un
año entero intentando levantar cabeza, luego del viaje a la isla, del viaje a
otros países, de volver a mi ciudad querida, de encontrarme con mi amada y
haber vivido un idilio que nunca empezó; yo me encontraba nuevamente como de
costumbre: sin un mecate de dónde agarrarme para sostenerme. La gente iba y
venía pasándome por el lado sin detenerse a mirarme. Las mujeres agarrando bien
su cartera pendientes de cualquier amenaza que estuviese a merced, los hombres
caminando más rápidamente: el tiempo es oro si en tu casa comerán gracias a tu
sudor. Yo allí, sintiéndome desconocido hasta de mí mismo, viéndome desde otros
puntos como a un vagabundo que no tiene ni norte a donde dirigirse, ni sur de
donde provenir. Agüero de lluvia sobre mi cabeza y un calor que pareciera tener
vida propia. Perros callejeros; carros de muchos colores, de diferentes años de
creación, de infinidad de modelos; árboles que no alcanzan a perecer imponentes
debido a su juventud, una que también comparte la ciudad entera; tierra seca
debajo de mis pies y estructuras de sementó a mi alrededor. Todo rodeándome
mientras continúo caminando como aquel que solo lo hace por simple impulso.
Un choque repentino entre un
carrito pequeño y una camioneta grande hace que todo el mundo preste atención a
la escena. Sin reparar si quiera en mi falta de curiosidad, sigo adelante como
si todo aquello no fuese más que un evento pasajero. Adelante en mi camino y
del otro lado de la avenida, volteo sin razón aparente justo para ver como un
muchacho que usa una gorra plana y anda en una moto se para junto a una joven
que hablaba por celular. Le muestra un arma, ella se asusta pero él la calla,
le dice unas cuantas cosas y ésta finalmente le entrega el aparato. Él arranca
en su trasporte y ella se queda allí sin moverse, sin creerse aun lo que le ha
pasado. Yo no siento nada ante aquello tampoco y empiezo a creer que incluso mi
humanidad se ha perdido. Ya no soy más un
terrestre como los otros, ya no me inmuto ante las bienaventuranzas o
las desdichas comunes. Simplemente me mantengo andando entre mi laberinto,
aquel que creé entre silencios o habladurías que nunca debieron ocurrir.
Llego a un café que está entre
una zapatería y un puesto de loterías. En él hay mesitas redondas con manteles
que en algún momento fueron blancos y que hoy en día se muestran con contrastes
de manchas producidas por el tiempo. Me siento en una de ellas casi sin
pensarlo, como otro impulso mecánico
como el que me llevo desde mi casa hasta aquel lugar. Entonces, cuando me
acomodo en la silla de madera amueblada, llamo al mesonero y le pido un café
con leche. El empleado no trae lo que le pedí rápidamente y empiezo a
impacientarme. Lo último se cuela en mi cabeza hasta que me fijo en que la
impaciencia solo afecta aquel que tiene algo más que hacer, yo no tengo nada ni
siquiera en que creer, por eso no debería afectarme dicho factor.
Lo siguiente pasa en una fracción
de segundo, tal y como pasa con aquellos instantes que realmente te cambian el
año o hasta la vida. El muchacho que he visto hace rato en la moto robando a la joven, entra al sitio con dos
tipos más a sus espaldas. Tienen caras de hambre, aquellas a las que hay que
temerles porque están en el punto incierto del desespero. Los tres con el mismo
tipo de gorra plana, con jeans ajustados hasta el punto en que pareciera que se
les podría cortar la circulación de la sangre por su efecto, botas de jugador
de básquet… El prototipo al que no te le quieres acercar, al que siempre juzgas
en la calle sin conocer o dirigir si quiera una palabra. El primero (que
reconozco como el macho alfa de aquella pequeña manada) se abre paso entre la
poca gente que hay en el lugar hasta llegar la caja registradora donde atiende
un viejito portugués dueño del establecimiento. Otro se queda en el lumbral de
la puerta y deduzco que es por si alguien intenta escapar invadido por el
miedo. El tercero se queda a mitad del local y es éste el que finalmente habla
mientras se saca una pistola calibre nueve del espacio entre el jean y el
abdomen:
-Bueno señoras y señores, quieto
todo el mundo porque esto es un asalto.
Esas palabras se cristalizan en
mi interior. Por fin despierto del trance voluntario en el que la depresión me
había adentrado. Me posiciono en la escena con más atención: primeramente una
mujer grita, un hombre se pone pálido sin dejar de mirar el arma que lleva el
que acaba de hablar, un pequeño niño no entiende la gravedad de lo que ocurre y
continua con su berrinche mientras su madre no sabe cómo callarlo, todos miran
aterrados y nadie dice nada. El muchacho, que ahora noto no pasará de unos 25
años, comienza a pasar mesa por mesa
recogiendo los objetos de valor que posean las personas. Uno por uno
vacía carteras, quita celulares, arranca cadenas o pide que se quiten anillos.
Cuando llega a mi puesto miro detenidamente la cara del extraño. No reconozco
rasgos humanos en él, así como esa misma mañana he aceptado mi propio abandono
hacia la raza. Es una quimera la que me observa fijamente, con ojos amarillos y
una raya en la ceja izquierda hecha seguramente con una hojilla. Me presiona
diciéndome: “muévelo catire, muévelo que si no te caigo a plomo”. Yo saco mi
cartera y ofrezco lo único que tengo: algunos billetes arrugados. El dinero ya
parece menos importante en aquel momento. No porque mi vida posea mayor valor,
sino por su naturaleza: desde el principio hasta el fin, no deja de ser papel
únicamente. El ladrón continúa quitándoles las cosas a las demás personas sin
volver a prestarme atención a mí.
Pero algo nuevo pasa en ese
momento. El otro muchacho que quita el dinero de la caja registradora al dueño
del café, apunta a este con su arma y desliza el seguro alistándola para
disparar en cualquier momento. Mi mente no funciona correctamente, solo se
escapa de mi interior un impulso, uno que parece estar lleno de demencia. Muy
rápidamente me levanto y voy hasta el mostrador corriendo. En un pestañeo me
encuentro entre aquel hombre tan bien armado y el viejito portugués. El ladrón
gruñe unas palabras pareciendo enojado pero yo no le logro entender. Mis ideas
se nublan, escucho gritos a mi alrededor, los otros dos ladrones empiezan a
gritar también intentando mantener el dominio al mismo tiempo que no saben qué
hacer ante lo que sucede, yo forcejeo con aquel hombre intentando quitarle el
arma. Entonces, entre movimientos bruscos de ambas partes por obtener el
control, es que me doy cuenta de que aquel individuo es más que un simple
desconocido. Éste representa mi destino, es el resultado de todo aquello que
mostró mi realidad durante años: miedo. Quizás ante esta verdad es que mis
fuerzas parecen volverse infranqueables y finalmente siento que gano la lucha
con un movimiento que logra darme casi todo el control del aparato. Sin
embargo, no cuento con la astucia de mi enemigo; éste en un último intento
desesperado logra accionar el gatillo y en la resonancia de aquel pequeño café
se escucha un tiro seco que enfría la sangre de todos los presentes. Segundos
más tarde un cuerpo cae, abro los ojos y me doy cuenta de que he salido
victorioso al ver que el ladrón se ha desplomado en el suelo con una herida de
bala que empieza a emanar sangre.
Lastimosamente, en ocasiones
extrañas en las que uno piensa tener la gloria asegurada, el destino y sus
mañas nos bajan de un solo golpe. Ahora que lo digo me doy cuenta de lo triste
de tal afirmación. En aquel momento en el que ha caído el cuerpo de mi némesis,
no se oyen gritos de júbilo o festejo ante la victoria. Solo suena un segundo
disparo, uno que me impacta directamente en el pecho causándome un dolor
inmenso cuya extensión no puedo llegar a describir con exactitud. Levanto la
mirada y ahora el que me apunta es uno de los otros dos maleantes con los ojos
llenos de cólera. Si con el primero de ellos había enfrentado a mis miedos, con
el segundo descubría mi destino inmutable. Caigo al suelo sin siquiera una pequeña
porción de fuerzas con las cuales quedarme en pie. Pestañeo, vuelvo a pestañear
y la luz se va acabando. Todo da vueltas
a mí alrededor aunque sepa que en realidad las cosas están inmóviles en el
lugar. Finalmente cierro los ojos una última vez y al final lo único que veo es
un anuncio que dice: “café con leche…”
***
Para el momento en el que abro
nuevamente los ojos, todo mi contexto ha cambiado. Estoy parado en un cuarto de
hospital con luces opacas que parecen de mentira. Al frente de mi hay una cama y,
como es común, con un hospitalizado postrado en ella. Tiene sueros inyectados y
algunos aparatos que monitorean la condición de su cuerpo. No me inquieto, no
me sorprendo; simplemente nada pasa por mi mente cuando veo que el paciente soy
yo mismo. Más pálido que la cal, tan indefenso ante el mundo como un bebé que
acaba de llegar a este.
-No es tan grave como puede
parecer.
Volteo buscando la fuente de la
voz que acaba de hablarme. Al igual que mi actitud previa al presenciar mi
propio cuerpo desde otro punto y aceptando que probablemente yo ya sea un
fantasma o algo parecido, tampoco me inmuto al ver aquel individuo que me mira
fijamente esperando por lo que haré a continuación. Es cuando le miro la cara
al enigmático y misterioso ángel de la muerte. En ese momento entiendo por esa
experiencia, que no es aquel Ser una representación calaverica y demoníaca como todos dicen, la realidad es que éste
tiene una figura determinada según la persona a la que visita. Siendo así, mi
muerte soy yo mismo pero en una edad anciana: con canas, arrugas, ojos cansados
de tantas noches, venas pronunciadas e incluso un bastón en una mano. Está
sentado en una silla y junto a una mesita con una tasa en el centro y otra
silla al lado, habla una vez más con
aquella voz áspera de antes para decirme:
-Al final es el sacrificio el que
cuenta. En un mundo nublado, lleno de cosas que ni siquiera se entienden,
colmado de confusión y dilemas, ustedes terminan cediendo a sus instintos sin
ni siquiera pensarlo. Fueron y serán salvados gracias a ellos. Siéntate junto a
mí, conversemos y termina tu café con leche antes de que vuelvas con los
mortales…