Fotografía obra de Celso Emilio Vargas Mariño
Me estaban prestando una alfombra
mágica que solo me recordaba a la que tenían mis abuelos en una de esas tantas
casas en las que vivieron al final de sus años. El amigo que me confió el
objeto me debía dos favores: el primero había sido confabular en la causa de su
enamoramiento con una de mis primas y el segundo encubrir su huida de nuestra
ciudad ante el rechazo de mis tíos por su romance juvenil. De eso ya hacía
muchos años, pero el insistía en el hecho de ayudarme como pago a mi ayuda
pasada. Me explicó que el objeto venia de oriente, de una tierra lejana en
donde los hombres eran diferentes en sus costumbres y que estos habían logrado
encontrar la forma para hacer que las alfombras comunes pudiesen levitar
transportando personas. Muy asombrado, con una mezcla de miedo y curiosidad a
partes iguales, monté por primera vez en el rectángulo de tela. Mi objetivo era
simple: poder recorrer el país entero hasta llegar hasta mi ciudad natal. Si,
por supuesto, ésta era una tarea muy sencilla y que se entienda el sarcasmo con
el que escribo dicha afirmación.
El viaje se hizo problemático
desde el inicio. La caprichosa alfombra no quiso levantarse ante los primeros
intentos y yo no fui capaz de comprender la indirecta que me lanzaba el destino
de que suspendiera desde ese punto la travesía. Sin embargo, luego de media
hora de intentos fallidos, no bajaron mis ímpetus hacia la aventura. Mi amigo
me dio las instrucciones básicas de como dirigir el artefacto en pleno
funcionamiento y una hora después ya me encontraba listo para salir. Según mis
planes nada podía salir mal. Pero las cosas se manejan un tanto diferentes de
lo que por lo general esperamos de ellas
y el verdadero problema cuando nos sentimos tan seguros acerca de algo, podría
no ser otro que la caída producida cuando dicha cosa no ocurre como esperamos.
Es entonces cuando nos sumimos en la realidad de las desilusiones del
transcurso de los acontecimientos. Descubrí esa clase de principios cuando
sobrevolaba una llanura en la que se
podían ver vacas dormilonas recibiendo de lleno la luz de la luna, y la alfombra empezó a caer en picada.
Llevaba solo 40 minutos volando y por tanto no había recorrido prácticamente
nada del territorio que necesitaba atravesar. A pesar de mis esfuerzos por
mantenerme en pleno vuelo, nada de lo que hice valió la pena. Con un golpe
terrible caí al suelo de la llanura y me vi solo en el medio de la noche sin
nada en mi poder aparte de mi ropa y el pedazo de tela defectuoso que había
arrugado en el suelo.
Caminé sin destino por la carretera que
encontré más cercana de donde me estrelle. No sé cuánto anduve a pie, pero al
cabo de las horas de sendero polvoriento,
llegué por fin a la población de Bicentenario. Allí conseguí trabajo en un taller mecánico en donde también dormía y
cuyo dueño era un viejito llamado Nicanor Peralta. Éste se hizo mi gran amigo y
fue un confidente perpetuo en las noches en las que me atacaba el insomnio a
causa del martirio constituido por el retraso de mi viaje. La vez que por fin
conoció el motivo de la odisea que estaba atravesando me dijo: “dale tu amor a
quien estaría dispuesta a hacer un viaje como el tuyo por ti”. Ese mensaje me
persiguió por semanas y justo cuando lo pensaba era que los fantasmas de mis
dudas atacaban a los ángeles de mis ilusiones. Sin embargo, estos últimos
siempre se las arreglaban para salir victoriosos y retomar el poder en mi
conciencia. Una mañana cualquiera y tan bonita como las demás, decidí que mi
partida de Bicentenario había llegado por fin. Habían pasado 4 meses y 14 días
desde mi llegada y para cuando emprendí nuevamente el transcurso del viaje solo
llevaba conmigo un morral con una muda de ropa adentro. A don Nicanor le dejé
la alfombra mágica como regalo por su hospitalidad, su gran ayuda y su amistad.
Éste quedó maravillado al mismo tiempo que me prometía arreglarla de alguna
manera para poder también surcar cielos y tocar nubes blancas. Me fui de
Bicentenario en un autobús. Aunque el pasaje que había comprado no me llevaría
hasta mi destino, por lo menos me acercaría un poco a él.
Toqué el suelo de Rio Negro después de unas cuantas horas en el
bus. Con lo que llevaba encima, mi esperanza y determinación, nada más que eso.
Me establecí en la nueva ciudad con una profesión muy bonita que era la de
serenatero frustrado. Para ello tuve que aprender a tocar una guitarra vieja a
los golpes hasta hacerla gritar melodías un tanto desafinadas al principio pero
aceptables luego. Conformé gracias a ello un trio que se llamó “Ganimedes” en
compañía de los dos hermanos Rodríguez: Luis y Santiago. Ellos me enseñaron
algo importante sin siquiera intentarlo: todo mal tramo de la vida, por más
fatal que sea, se debe sobrellevar con una canción. Entre fiestas de
cumpleaños, presentaciones en bares de bohemios que olían a tabaco y chimó,
sesiones en parques a cambio de la colaboración de los transeúntes o la clásica
serenata a balcones de muchachas enamoradas, entre una cosa y otra, partí de
Rio Negro a los 5 meses y 20 días. Todo porque el trabajo de cantarles a las
damiselas en los balcones ayudando a los romeos en sus historias de amor, podría ser una tarea muy noble pero
nada bien remunerada. La mañana de mi
partida, los hermanos que tanto me habían acompañado se mostraron muy pesarosos
por mi decisión y en la despedida solo pudieron regalarme dos frases de
consuelo en correspondencia a los días vividos en aquel sitio, de esa manera
Luis dijo: “El amor nunca ha estado ligado al dinero”, y Santiago completó: “La
verdadera música está ligada a la gloria interna y no a la externa”. Así me fui
de aquella ciudad de edificios altos.
Repitiéndose la historia, llegué
hasta la siguiente parada no por decisión propia sino por la disposición
limitada de mis humildes recursos. Ésta fue un pueblo llamado Medallo el que se
respiraba más polvo que aire y que tenía como única base en su desarrollo
económico la minería. Lástima que como en muchas otras partes del continente,
la explotación de los recursos no se realizaba para beneficio de los que nacían
en dicha tierra, sino que tenían como único norte alimentar la insaciable
avaricia de las empresas extranjeras. Yo mismo sucumbí ante la ola que llevaba
al cardumen de gente que habitaba Medallo y así trabajé en una mina de oro que
era administrada por The Medallo Gold Company. Fue allí donde conocí al filósofo
más disparatado y fuera de sitio que existió jamás: mi compadre (sin en
realidad un ahijado de por medio) Laureano Carreño. Hablando un día con él
mientras estábamos en el descanso del medio día y bajo un sol que parecía
querernos derretir a todos, fue que éste me dijo algo que incluso hoy en día no
entiendo, pero que recuerdo a la perfección: “El dilema no está en ser o no
ser, sino en serlo por una razón que genere realmente el Ser”. Medallo fue para
mí el peor tramo de mi camino. Todos los trabajadores fuimos explotados hasta
el cansancio por unas pocas monedas a la semana, mientras los barrios ricos del
pueblo se hacían más grandes, lujosos y habitados por más extranjeros que
llegaban como una plaga de desgracia. En la devastación de aquel segmento tan
triste de mis aconteceres, llegué incluso a perder la ilusión de que en algún
momento concluiría todo aquello. “Este viaje será eterno, nunca se terminará”
pensé en una ocasión en la que mis esperanzas ya parecían rasparse con el
asfalto de la calle.
Pero otra vez entran en la cuestión las
sorpresas inesperadas del destino. Logré entender que la raza humana se rebela
tarde o temprano y que ningún abuso es soportado eternamente por el que es
abusado. Lo digo porque, en la que sería para mí una tarde cualquiera, estalló
una revolución obrera sin precedente alguno que terminó en la quema de casi
todo el pueblo en general. Yo cumplía apenas 2 meses y 5 días en el pueblo,
cuando me descubrí a mí mismo saqueando junto con otros compañeros obreros una
de las casas del barrio rico. De la noche a la mañana, me encontraba con varias
joyas de oro en el bolsillo (quizás el mismo oro que antes otro desdichado
había sacado de alguna mina para que terminase en manos de los más vivos)
partiendo de Medallo junto a mi amigo Laureano mientras el pueblo aún ardía a
nuestras espaldas.
Nuestros caminos se dividieron en
la estación de tren de un pueblo tan fantasma que no logró condensarse su
nombre en mi memoria. Él se dirigiría a la ciudad de Versalles, en donde
buscaría un mejor futuro que ser un minero explotado y yo intentaría llegar a
mi destino final. Años después de la despedida, descubrí que Laureano se
convirtió en un escritor famoso y pude concluir que la distancia entre ser un
obrero de mala muerte y un erudito reconocido estaba solo a dos pasos: saquear
una casa y quemar un pueblo. Yo tomé mi tren, aquel anhelado que me llevaría
hasta donde debí llegar aquella noche ya tan lejana en mi memoria en la que la
alfombra voladora había fallado. Mis pesares, aunque muchos, habían valido la
pena. Lo importante sería la recompensa. Horas de camino eternas mientras que
la maquina se movía entre montañas y llanura. Yo solo esperaba, esperaba,
esperaba…
***
La vislumbre desde la esquina de
la cuadra con la vista que solo podría tener un halcón y un enamorado.
Continuaba tan bonita como siempre, con su cabello planchado con mechones
pintados de amarillo, su sonrisa radiante y su caminar suelto. Me dispuse a
caminar una vez más en aquel viaje imposible desde la ciudad a donde me había
mudado hasta mi ciudad natal. Su recuerdo había sido mi motivación y ahora éste
se plasmaba vivo ante mí a solo unos metros de distancia. Ya no quedaba duda
alguna: el amor todo lo lograba y esa era una realidad consolidada en mi
corazón. Por eso no continúe pensando más, por eso tuve el valor que nunca tuve
mientras aún vivía en la casa contigua a la suya, por eso fui hasta ella.
Quizás pensó que era un vagabundo porque a la primera ni siquiera se molestó en
mirarme detalladamente y darse cuenta de que era yo el que estaba allí. Pero
finalmente me miró a los ojos y me reconoció, su mirada de sorpresa lo dijo
todo. Aunque entendía que ella ni se imaginaba por lo que yo había pasado para
llegar hasta allí, no pude evitar tener el incoherente pensamiento de que ella
conocía cada uno de mis sacrificios y vivencias en el viaje. Ese pensamiento
fue el que me terminó de dar valor. Me acerqué a ella, la tomé de las manos y
por fin pronuncié la pregunta que tantos años atrás se había conservado en mi
corazón:
-¿Quieres ser mi novia?