Fotografía de Víctor Alfonso Ravago
“Sin querer arrepentirme aferrándome al
pasado, sí debo confesar que me parecería divertido revivir aquellos momentos
que ya volaron sintiéndolos míos una vez más. Cristalizarme en el acto como si
éste realmente estuviese ocurriendo sería para mí el premio mayor a los sacrificios dados. Lo sé, debo parecer
patético por mantenerme con esa mentalidad dependiente del pasado para lograr
sobrevivir. Pero ya para mí el principio es también el final y esto significa
un constante círculo vicioso del que ya no quiero salir. Solo de esta manera es
que se desvela mi historia ardida en las
aventuras nocturnas, en las adversidades diurnas, en los amores
inconclusos, en el constante y decodificado devenir de los días. Por eso nos
refugiamos en los recuerdos bonitos, aquellos que llenaron nuestro corazón de
ganas de continuar, aquellos nos hicieron lo que somos. Somos lo que somos sin
más que decir, pero yéndonos a la raíz de la cuestión, somos lo que somos por
cierta razón en particular. En mi caso fue el pasado el que me congeló y me
derritió al mismo tiempo. Una taza de té de manzanilla o un viaje a la Gran
Sabana, cosas simples en realidad que se albergaron en mi memoria como
náufragos en una isla solitaria. Es ahora, entre confesiones acaloradas por el
miedo a nuestra verdad, cuando acepto que la isla tiene sobrepoblación. Esto al
punto de que quizás ya no haya espacio para la fabricación de nuevos recuerdos.
Acepto mi realidad: estoy atrapado en el limbo de las memorias”.