Fotografía obra de Génesis Pérez
-Yo entiendo todo de verdad, pero
tienes que entenderme tú a mí también- le decía la muchacha a su madre
intentado parecer segura de sí misma. Se llamaba Karla y había llevado una
maldición en su espalda desde que tenía memoria, aquella de ser diferente y de
querer un destino distinto al que le querían establecer. Cabello largo y suelto
todo el tiempo, con aire soñador, mirada alegre, labios que servían como
instrumento de hipnotismo cuando se fusionaban con la voz melodiosa que
emanaban; en fin, Karla era bonita como muy pocas. Poseía la edad aquella en la
que se determina el futuro de la nación compuesta por nuestro Ser en conjunto.
El único problema era que no poseía un norte parecido al de las demás personas
que pasaran a su lado. Su vida desde el comienzo había sido dotada por el
capricho eterno de querer alcanzar la felicidad. Tal hecho (como cosa rara)
estaba acompañado por un camino bastante nublado que iba atado al factor del
posible fracaso en el intento. Su padre había muerto hacía ya varios años mientras
desempeñaba labores como policía. Ocurrió una mañana lluviosa cuando, al
interrumpir un robo que estaba en marcha, se presentó una balacera en la que
culminarían sus aconteceres después de un disparo certero en la sien izquierda.
Dejó tres hijos (entre los que Karla era la más pequeña) y una viuda que jamás
pensaría si quiera en encontrar otra pareja de por vida. El nombre de la mujer
que ahora actuaría como cabeza de familia era Cecilia Otero y aún en aquellos
instantes tan acalorados, doña Cecilia no dejaba de hacer lo que siempre había
hecho: querer lo mejor para su pequeña hijita.
-Pero ¿quién sino yo te entiende
más? Acuérdate que tú saliste de mí y que sé perfectamente quien eres. El
problema surge en cuanto al tema de que es lo que quieres y como piensas
lograrlo. No te voy a mentir, siento que estás desubicada y que no sabes a
donde iras- le respondió la madre a la
hija sin medir palabras por miedo a la reacción de ésta- Uno como mama lo único
que quiere es el bienestar de sus hijos, yo sé que tu buscas algo más, algo
distinto a lo que quisieron tus hermanos, a lo que quise yo, a lo que quiere
alguien común. Pero yo necesito también seguridad, dime por lo menos para que
pueda zacear mis ansias ¿Qué es lo que quieres?
-Eso es simple, lo único que
quiero es pintar.
-Aja, quieres pintar. ¿Y cómo
piensas vivir de eso?
-En ningún momento dije que
quisiera vivir de eso mamá- le respondió Karla sin dejar de mirar a los ojos a
su progenitora que ni siquiera se inmutó por la respuesta. La verdad era qué,
desde siempre, su hija se había caracterizado por sus respuestas místicas y
vagas de las cuales no se desprendía una respuesta, sino todas las que se
pudiesen interpretar.
-Ok no quieres vivir de pintar,
pero quieres pintar…
-Exactamente.
-¿Puedes por lo menos (si no es
mucha molestia) hacer el favor de explicarte?- preguntó la madre sin ni
siquiera mostrar un deje de impaciencia en sus facciones. Estaba tan
acostumbrada a su pequeña artista y a lo peculiar que podía llegar a ser, que
ni siquiera se molestaba con las vueltas que daba para responder una simple
pregunta.
- Es muy sencillo en realidad. Tú
más que nadie sabes que desde pequeña he pintado. Aún hoy en día no sé si mis
pinturas valen la pena, si son bonitas, si son del agrado de la gente o más
importante aún, si les transmiten algo al verlas. En fin, no sé ni siquiera si
sé pintar. Lo único que sí sé, es que experimento un goce enorme al hacerlas,
es algo que no se puede explicar fácilmente. Con ellas me siento realizada, me
complementan, me hacen sentir libre y al mismo tiempo encerrada en la gloria
de poder realizarlas. Soy feliz pintando
porque así puedo ser yo misma. Eso es lo que quiero hacer: pintar. Cada día, de
cada mes, de cada año por el resto de mi vida. Pero no quiero vivir de eso,
mejor dicho, no quiero sobrevivir gracias a eso. Solo quiero hacerlas porque me
gusta, es algo que me genera un placer que va más allá del que puedo explicar
con palabras comunes- respondió Karla con la misma seguridad que utilizaba
siempre que daba un discurso serio a alguien.
-Hija, por favor, no le des más
vueltas a todo esto. Yo necesito estabilidad con respecto a tu futuro. Mira, no
hay cosa más preocupante que ese miedo que sentimos los padres de morir en
cualquier momento y dejar a los hijos sin un piso firme en donde pisar. Yo
quiero acompañarte siempre obviamente, pero mi tranquilidad está en saber que
ese suelo ya lo tienes por si yo llegase a faltarte. Siendo así, te preguntaré
por tercera vez: ¿de qué piensas vivir?
- De amor, de vivencias que valgan
la pena, de risas, de sueños que alcanzar. Muchas cosas que no me enseñaran en
ninguna universidad, que solo podré aprender por mí misma- respondió la hija.
Doña Cecilia no pudo continuar
ante todo aquello. Esa última respuesta había sido el dedo que hundiera la
llaga de la intranquilidad. Se tapó la cara con ambas manos y empezó a llorar
sin medida. A Karla no le sorprendió tal acto. Tampoco le sorprendió darse
cuenta que grandes lagrimas saladas ya empezaban a bajar también desde sus ojos
hasta sus mejillas. La verdad era que, por lo general, en toda conversación lo
suficientemente larga que mantuviese con su madre, alguna de las dos (o ambas
si el tema era intenso como en aquella ocasión) terminaba llorando. Así pasaron
unos minutos hasta que las dos se calmaron un poco. Fue doña Cecilia la que
habló mirando a su hija con los ojos rojos por estrujárselos con las manos:
-Ay mija, la verdad yo no sé qué
decirte. Yo quisiera entenderte del todo, pero tu verdad es muy complicada.
Eres así desde chiquitica y yo no sé si eso sea algo bueno o mal. Bueno, para
mí no es malo- se apresuró a decir doña Cecilia al ver como su hija se encogía
de hombros por los comentarios de su madre- Pero necesito tener una seguridad
yo también de que no será malo para ti misma. Tu eres joven y estás llena de
ilusiones, llena de verdadera vida, tan pero tan llena de energía que no sé
hasta qué punto estás subiendo con tus anhelos. No quiero que subas, subas y
subas y que por razones ajenas a tu causa, termines cayendo en el vacío. Sé que
eso me mataría a mi aunque ya pudiese incluso estar muerta.
La madre volvió a romper en
llanto mientras que su hija solo la miraba. Ésta última no esperó a que la otra
se recompusiera sino que, en ese mismo momento, la tomó de las manos y le dijo
sin dar vueltas al asunto:
-Vieja, no te pido que me
entiendas, solo te pido que me aceptes. Esto que pasa es más grande que yo, más
grande que todo lo que pueda explicar. Por eso te pido perdón, perdón por no
haber sido igual que mis hermanos. Ellos por lo menos salieron con cosas que
podían llegar a tener acá en el pueblo, yo debo irme lejos a la ciudad para
poder llegar a alcanzar mis sueños.
La madre por fin hizo una pausa
en su lamento, se volvió a secar las lágrimas con el dorso de la blusa y miró a
los ojos a Karla. Esa era la criatura que había concebido, una que no era igual
ni en el cabello a ella misma pero que, aun así, amaba sin medida. Que difícil
era aquella situación, que difícil era entender lo que va en contra de la
corriente que establece lo común; en fin, que complicado era el hecho de que su
hija quisiera irse a la capital buscando corrientes de cultura verdaderas. Ella
entendía que allí, en su pueblo natal, no encontraría nada que competiera a su
carrera, a lo que quería hacer de su destino y a la forma en que deseaba ser
feliz. Sin embargo, el deseo eterno que contemplaba únicamente el bienestar de
Karla lograba juntarse con la prohibición de que ésta abriese las alas,
llegando a opacar las ilusiones que esta pudiese tener. Este mundo era un lugar
difícil y la sociedad estaba compuesta mayoritariamente por personas que no
habían ni siquiera tenido un sueño en toda su vida; al final, terminaba siendo
mejor unirse al cardumen que hacer algo distinto a este. Doña Cecilia levantó
una vez más la viste y observó a su hija: decidida como ella nunca lo había
sido; rebelde sin caer realmente en la irreverencia sin sentido que muchas
veces los adolescentes presentaban; en fin, su hija era lo que muchas madres
querían pero al mismo tiempo temían tener. Pero estaban allí, en ese momento en
el que se debía moldear un nuevo futuro. Karla no llevaba ni siquiera dos meses
desde que se había graduado de bachillerato, era justo y necesario que
decidiera lo que debía hacer. Pero ese quizás era el problema: pensar en lo que
su hija “debía hacer”. ¿Dónde quedaba lo que anhelaba su pequeña? Eso debía ser
ante todo la prioridad, no los caprichos incoherentes que exigía el mundo que
los hombres habían construido. Doña Cecilia no lo pensó dos veces más en aquel
momento tan lleno de verdadero sentimiento, se dejó llevar por aquel amor puro
y sin ninguna duda en su cabeza por fin dijo:
-Yo te apoyaré en todo mija, en
todo lo que tú quieras podrás contar conmigo y con mi bendición…
Esa fue la primera vivencia en el
viaje de Karlita Obregon, un viaje que estaría lleno de momentos inmortales.
Pintora, alegre, valiente y sobre todo, una soñadora que fue en contra de lo
que le querían imponer.