Fotografía obra de Génesis Pérez
Entre carticas cortas escondidas
debajo de un porrón que había en la isla de la urbanización, quedó estancada la
historia de amor. Ésta que había sido
bonita desde el principio, con sueños hacia la eternidad y besos que intentaban
traspasar al otro individuo amor verdadero, sufría el peor arrebato que podía
darle el mundo: la separación obligada por sus familias debido a discrepancias
en ideales. Pero qué diferencia más torpe sino esa que ha estado desde siempre
atormentando a los enamorados, aquella que disputan las religiones
establecidas. De esa forma, Alejandro era de familia católica, de esas que van
a las iglesias los domingos y se confiesan ante un cura que probablemente tenga
más pecados que cualquiera de sus adeptos. Rosita por su parte, había nacido en
una familia evangélica, de los que te hablan de “la palabra” y toman su verdad
como si fuese única e innegable. Desde
el momento en que ambas partes se enteraron de la relación, el cuento fue
condenado al prejuicio de cada lado. “Esa gente no cree ni en la virgen y tú
sabes todo lo que ella nos ha dado con su misericordia” le decía doña Lupe a su
primogénito, intentando protegerlo de la amenaza que según ella asechaba los
días de éste. Ante los reproches del muchacho, ella sentenciaba “ni siquiera se
bautizan mijo”, y allí culminaba todo alegato. Mientras tanto, en la casa de
los Ramírez pasaba exactamente lo mismo, doña Idalia le argumentaba
constantemente a su hija “una creyente no puede estar con un no creyente y ese
muchacho y toda su familia no han recibido a cristo en sus corazones”.
Este destino siempre complejo y
lleno de acontecimientos inesperados, continuó con su naturaleza sorpresiva y
aquel amor desencadenado desde la primera mirada cuando la familia de Alejandro
se mudó a la urbanización, no tuvo fuerza posible que lo detuviese. Ambas
familias cortaron relaciones desde el momento en que, sin poder continuar con
el fraude de ocultar el enamoramiento, tanto aquel Romeo como aquella Julieta
decidieron revelar su idilio a sus progenitores. El escándalo fue tal que de
inmediato se les exigió a cada uno que terminase con aquella locura, que un
católico y una evangélica no podían juntarse, que así debían ser las cosas.
Pero Alejandro no pudo dejar de pensar ni un día en ella, recordándola con su
risa frecuente que el mismo desplegaba
mediante un chiste quizás algo tonto y con su cabello largo y sus ojos
castaños. Ella por su parte, desde el principio había experimentado ese milagro
llamado felicidad gracias a él. A su lado no necesitaba fingir nada, todo era
tal y como era, sin disfraces absurdos impuestos por una sociedad aún más
absurda. ¿Cómo se le podía exigir algo a un amor tan puro como aquel? Nada se podía hacer.
Fue ese impulso desprovisto de
cordura que desemboca un romance, el que terminó por hacer ceder a los
enamorados. Así una tarde de marzo mientras las nubes anaranjadas y rojizas
poblaban el cielo, Rosita fue hasta el escondite secreto en la isla de la urba
y casi le da un infarto de sorpresa por lo que ésta nueva carta decía. En
letras azules y con la caligrafía de su amado, tan solo una pregunta se
exponía: ¿Por qué no nos escapamos? ¡Qué locura! Aquello era una falta de
cordura total. Era... era… Era la mejor cosa que les podría pasar a ambos, término
por pensar la muchacha. Debajo de la pregunta y con un bolígrafo de tinta roja
escribió un gran “SI”. En menos de un mes los enamorados huyeron a la capital,
lejos de los prejuicios de sus seres queridos y de la injusticia de no poder
querer a quien ellos quisieran.
Yo presencié la historia siendo el mejor amigo
del Romeo. Aunque las familias se estremecieron al notar la ausencia de ambos,
el descontrol fue total al encontrar las cartas que cada uno había dejado a sus
seres queridos explicando su acto más no su paradero. Finalmente, de mala gana
y con mal sabor de boca, todo el mundo
tuvo que aceptar la realidad: el amor podía más que los intentos por separarlo.
Hace poco recibí una carta de mi amigo Ale. Me decía que el comienzo había sido
duro pero que juntos estaban “echando pa lante”, que eran felices y que el
mundo nunca se había mostrado tan lleno de luces. Puedo decir como conclusión
muchísimas cosas pero todo lo que pueda argumentar estará demás. El amor es
así, no tiene explicación ni mucho menos credos