Fotografía obra de Génesis Pérez
Junto con esa inclinación que
poseen los seres humanos por las situaciones problemáticas, él se perdió entre
recuerdos y esbirros del pasado que condensaban su tristeza en el presente. La
guerra civil no había parado y él no contaba con la sonrisa de ella para
sobrellevar aquellas circunstancias tan caóticas. Las mañanas eran devastadoras
cuando despertaba mirando el espacio vacío de su cama, aquel en donde aún se
guardaba la silueta de ella moldeada en el colchón. Ahora ya no estaba tampoco
el olor de su perfume ahogando el olfato con la fragancia del amor, ni sus
palabras alegres que lo ayudaban a caminar. Sin ella, sin nadie. Solo él en esa
casa resguardándose del peligro cuando era necesario y cumpliendo misiones con
los rebeldes cuando las órdenes llegaban desde la capital. El país en
decadencia, la hambruna en sus huéspedes, el despotismo por todas partes; y el
solo extrañándola. Nada más le importaba ya, aceptando incluso que su destino
terminaría cualquier madrugada de ésas en donde los recuerdos le susurraran por
fin que ella no volvería y su vida perdiera la razón por la que seguir activa.
Él era uno de los dirigentes de
toda la zona oriental y se escondía en aquella ciudad desde hacía tiempo,
aunque en algún momento partiría a otra por motivos de seguridad. Se reunían en
bares de bohemios por lo general, nunca dos veces seguidas en el mismo sitio.
Hablaban de las movidas más significativas por parte de su bando en todo el
país, de cuando llegarían los nuevos suministros de armas y de comida, de cómo
los anónimos debían continuar siendo infiltrados mientras corrían el riesgo de
que los descubriesen y los asesinaran; en fin, de toda aquella tragedia tan
decadente que se vivía. Hacía tres años ya que la guerra había alcanzado a las
pupilas de todos sus protagonistas. Él recordaba aún el rostro de aquel fulano
que se convertiría en su primer muerto y la mueca de dolor que hiciera cuando
el proyectil le impactara en el pecho. Pero eso ya había sido hacia bastantes
estaciones. Para aquella realidad que ahora lo atormentaba, ni el primer muerto
ni la primera herida grave que le hicieran con un cuchillo poseían algún tipo
de importancia. Simplemente toda esa lucha carecía de sentido; él la quería a
ella, solo a ella y nada más. Tampoco le importaba el futuro de su patria ni si
el dictador que se imponía como presidente lograba ganarle a la verdad. Daba
igual si el bien perecía ante los golpes del mal y la esperanza se convertía en
una ilusión lejana como la que tenemos de vidas pasadas. Ella era su alfa y su
omega y ahora que no estaba, su propio Ser no tenía ni principio ni fin.
Esa era su presente. Diez y tanto
de la mañana de un día cualquiera de noviembre. Recordando, extrañando,
anhelando tener en frente los ojos verdes que le habían dado felicidad tanto
tiempo atrás. Y estos que seguían sin llegar mientras él debía continuar
lanzando golpes entre las sombras, viviendo de recuerdos que poco a poco
parecían acabarse, sintiendo que el sueño de “para siempre juntos” se había ido
a otras historias de amor. De esa forma
no soportó más aquel martirio desdichado, tomó papel y lápiz y le escribió una
última carta. Se la dejaría en el mismo escondite en donde hacía tiempo se
dejaban el uno al otro sus confesiones, rogándole al cielo que éste fuese
efectivo una última vez y que ella pudiese encontrarla algún día. Lloró en
silencio escuchando la canción que los unía y más de una vez debió parar de
escribir porque le temblaba la mano. El whisky que le quedaba no fue suficiente
para calmar su sed de despechado, esa que le secaba la garganta pero no las
lágrimas. Terminó de redactar el texto y lo firmó con un bonito final que jamás
olvidaría: “amándote aún más que a mí mismo”. Aunque luego de releerlo sintió
que el mensaje era algo tonto, pudo concluir que por lo tanto éste era sincero.
Abandonaría esa casa de una vez, ya no quedaba otra cosa que hacer allí. Lo
único que realmente le preocupaba era que esa carta no llegase hasta las manos
de quien debía llegar. Recogió sus cosas (que no eran más que un morral con
ropa y una cajita de cartón con recuerdos adentro que parecían de otra vida) y
se paró de la silla para irse por fin de aquella cárcel transitoria.
No alcanzó a caminar más allá del
porche de esa casa alquilada cuando una ráfaga de balas de metralleta lo
recibió. Su cuerpo cayó desplomado mientras los muchos orificios de su cuerpo
empezaban a emanar sangre roja y viscosa. Lo habían descubierto, ordenado que
lo encontrasen y finalmente, le matasen de inmediato. Ninguno de los
infiltrados que comunicaban la información de sus enemigos llegó a dar el
mensaje a tiempo sobre esa emboscada. Murió casi de inmediato aunque esto no le
impidió realizar un último esfuerzo milagroso que delatase su victoria final:
una sonrisa dibujada entre sus labios pálidos. Con la carta en la mano derecha
y los ojos aun rojizos por las lágrimas soltadas hacia un rato, su corazón dejó
de latir. En tal órgano, el castillo
construido con el nombre de su amada se mantenía aún estable, a pesar
del disparo que lo había atravesado. La guerra pudo con su cuerpo y con su
vida, sin embargo, jamás lo haría con el amor que sentía hacia ella. Ningún
calibre de algún arma lo lograría jamás. Sin importar si éste fuese disparado a
quemarropa, no existiría manera de drenar su sentimiento igual que ahora lo
hacia su sangre.