-Abril sin descuento-


Fotografía obra de Celso Emilio Vargas Mariño

Ya pasaron los años y continúan registrados en mi memoria los primeros libros que pude ojear, aquellos que admiraba en la librería cerca de la plaza y que nunca llegue a comprar. Mi pueblo, aquel recinto heroico que parecía una galaxia entre el universo de mis delirios juveniles. Su gente, sus sitios siempre iguales que aun así no dejaban de crear historias, sus tradiciones, su cultura, su esencia tan pura; factores ya muertos al igual que los autores que los cultivaban. De eso trata esto, de cómo presencié el final de lo que en algún momento llame mi hogar. ¿Y como no ocurriría ese acontecimiento? Simple la respuestas: llegó el éxodo de la juventud, la fuga de las almas que en el habitaban cuando las nuevas generaciones volvieron para llevárselas, todo porque el futuro había llegado y la bonanza de este estaba lejos, en las grandes ciudades.


 Fui partícipe entonces de como caímos en picada hasta llegar a la nada. Me hubiese gustado ser más bien protagonista del comienzo y de la creación, no del declive. Los más jóvenes en la casa también se fueron siguiendo la historia que ya había empezado, todos menos yo. Me quede intentando pensar que las cosas serían iguales y engañándome día a día bajo esa ilusión. Finalmente los que habían sido niños felices que jugaban metras en las calles de aquel paraíso disimulado, volvieron también un día cualquiera a nuestro hogar siendo hombres exitosos y le dieron a la vieja y al viejo los mismos argumentos  de siempre. Ellos accedieron después de algunas negaciones que no valieron de nada ante las propuestas de una vida mejor y más tranquila para ellos en la ciudad. Yo, sin embargo, me opuse desde el principio e intente hacerlos cambiar de idea. No prestaron atención y se fueron antes incluso de vender la casa. Esta quedó desocupada de las caras alegres que durante tantos años la habían poblado. Quedé solo por aquellos pasillos solitarios reviviendo la misma trama que marcaba las calles y cada uno de los hogares en las cercanías. Salía a caminar y solo veía letreros de «Se vende» en los porches y los jardines de las casas. Era algo deprimente e incluso patético, sentía en carne propia la maldición que en realidad hacia vibrar a todo el continente sin que yo lo supiera. Quizás era el simple desarrollo de las sociedades: ciudades repletas y pueblos fantasmas.

Los días se volvieron meses, los meses años y la soledad se hizo la gobernante de todo aquel vasto imperio en donde el monte soñaba con tocar el cielo porque ya nadie siquiera lo cortaba. Supe desde el principio que no llegarían nuevos habitantes a moldear historias en las casas que quedaron desocupadas y primero se vieron fantasmas y duendes en las profundidades de los antes que niños corriendo o ancianos jugando domino. De vez en cuando lloraba en plena plaza sin que me importase tapar mis lágrimas porque al fin y al cabo no había nadie que las llegase a ver. Confieso ahora por fin que esas lágrimas no eran de tristeza ni de nostalgia, esas habían sido derramadas a chorros cuando la fuga había empezado. Aquellas lágrimas eran de enojo y de rabia dirigida a los que habían sido alguna vez habitantes de un edén jamás reconocido. No entendía la naturaleza de las personas, huir de la tierra que proclamaban como suyas buscando un placer prometido en lejanos horizontes que nunca siquiera habían pisado. Quizás es la mía una forma de pensar obsoleta y anticuada. Cierto es que el mundo es uno solo y tanto da que seamos de un sitio o de otro, la vida igual se desenvolverá bajo los mismo principios. Sin embargo no lograba centrar mis pensamientos en aquellos ideales tan libres, terminaba siempre con la misma ira hacia los que desertores. Muy en el fondo sabía que, fuese cual fuese la cantidad de rabia que generara mi corazón, este no haría que nadie volviese, no llenaría casas y calles de los amigos que antaño había tenido.

Entonces llego abril.  Un abril como todos los pasados y que fácilmente podía ser otro mes sin que tal hecho importase realmente. Un abril con un único cambio, uno lo suficiente trascendental como para que la ilusión de mi mundo termine de menguar. Se instaló en sus comienzos un anuncio en la entrada principal del pueblo que anunciaba que gran cantidad del territorio de este seria destruido con el fin de instalar industrias en él. Estas igual que por las que se habían ido, aseguraban un futuro brillante y lleno de abundancia. Terminaba entonces esa tierra amada infinitamente por cada uno de mis sentidos, siendo devastado por el desarrollo que parecía más bien un monstruo con hambre y ansias de devorar lo antiguo. Solo así el monte fue cortado y solo así volvieron a verse caras nuevas. Ese abril lleno de nueva vida, estaba atado a aquello en lo que yo veía más muerte que nunca. Morían las ruinas de la vieja iglesia, las aceras agrietadas por el sol y la lluvia, la plaza, la librería y también mi casa. Esta última estaba dentro del margen de territorio que contenía el anuncio. Era definitivo, no quedaba lugar para mí tampoco en aquel nuevo e imponente reino de humo que se armaría. Este tendría cimientos a base de recuerdos olvidados incluso por los que los habían vivido.

Fue ese mismo abril en el que abandone también el pueblo sin esperar siquiera a que llegaran las máquinas de construcción, los materiales en grandes cantidades o las ansias de los obreros trabajadores por empezar su labor. No quise presenciar el instante en el que se montaran los campamentos provisionales o cuando envenenaran con sus costumbres citadinas esa esencia ya mencionada de mi hogar. Me fui antes de que terminase aquel mes sin descuento en las desgracias, sin rebajas al pequeño apocalipsis que había experimentado  aquella parte mínima del mundo. Me fui lejos, la mayor distancia que pude caminar. Pero mi norte jamás fue alguna de aquellas ciudades que aborrecía de las que tanto había escuchado hablar por bocas sonrientes y llenas de júbilo. Mi meta fue algún campo o finca en donde pudiese invertir el amor que había quedado luego de que mi pueblo cayera en la devastación, uno en el que pudiese descansar y finalmente observar los últimos atardeceres de mi vida.

Hoy continuo buscando ese sitio sin que mis esperanzas acerca de encontrarlo sean abandonas como ocurrió con el sitio ya descrito en esta cuestión por sus pobladores. Hay en toda esta patética anécdota que rememoro hoy sin  la mayor emoción, dos puntos de gran curiosidad para mí: el primero es que siendo yo el que quizás más amase el lugar en donde nací y crecí, haya terminado como un nómada errante sin la seguridad de un destino a la vista. La segunda (más contradictoria aun) es que aún no he mencionado mi constitución: yo soy un gato. Y sin embargo, fueron los humanos los que poco a poco abandonaron (sin sentir remordimiento alguno) lo que ellos mismos habían edificado. Qué triste es el hecho de que un animal termine teniendo más humanidad. El supuesto desarrollo termina comprando almas.  

11 de mayo de 1954.