Fotografía de Víctor Alfonso Ravago
Mientras tanto seguía lloviendo y
el cielo estaba tan nublado que hasta daba tristeza. Mi oficina en aquel
entonces tenía una ventana grande que permitía una vista amplia del centro de
la ciudad. Aún me desempeñaba como periodista y eso me servía para sobrevivir,
aunque el trabajo en si no me hiciera para nada feliz. Mejor dicho, realmente
odiaba tener que hacer algo que no me gustaba y tal era el caso de ejercer esa
profesión que yo no había elegido, sino que mis padres me obligaron a estudiar.
Había soportado tanto tiempo allí porque la vida resultaba cada día más costosa
y las opciones de empleo eran tan limitadas como las de que dejara de llover en
aquel momento. Qué situación tan problemática.
Miré impaciente el reloj, ella estaba
retrasada como de costumbre. Mi psicóloga siempre se había caracterizado por
muchas cosas pero nunca por ser puntual. Estaba tan acostumbrado que jamás me
inmutaba cuando llegaba una hora tarde a las consultas que ella misma hacía. Aquella
vez, sin embargo, era diferente y yo la necesitaba con urgencia. Hacía tres
años que había ido por primera vez a la primera de sus terapias y desde
entonces la veía un par de veces al mes. Milagrosamente no había encontrado a
una hermética especialista de la mente, sino más bien, a una amiga
incondicional. Las sesiones eran en realidad largas conversaciones acerca de
tantos temas llegasen, hablábamos de como veíamos el mundo, de cuestiones tan
profundos que me llegaba a sentir un verdadero filósofo, o simplemente, de lo
que nos estuviese ocurriendo en ese momento a cada uno. Tan grande fue el vínculo
que se creó de manera natural que, luego del primer año, me dijo que no me
cobraría más la consulta argumentando (ante mi negativa a aceptar) que no era
nada justo que continuase ganando un dinero cuando en realidad no estaba haciendo
otra cosa que conversar con un amigo. Así era ella, una mezcla extraña entre
libertad, irreverencia, belleza y amabilidad. Nunca sabía realmente que estaba
pensando, pero así me agradaba. Yo agradecía a la vida continuamente por
haberla traído hasta donde yo estaba.
Entonces aquella tarde yo estaba
sumido en un nuevo acontecimiento, uno que no esperaría por mí y que por tanto,
debía ser resuelto a la brevedad posible. Se trataba de que yo debía tomar una
decisión. Querer amaestrar las inquietudes internas es a veces más difícil que
la inquietud en sí misma, eso quizás era lo que me estaba ocurriendo. Sin embargo,
yo no hacía nada más que continuar viendo la lluvia que caía, el clima gris que
cubría toda la ciudad, los carros deambulando entre aquel tsunami disimulado,
esperando a que ella por fin llegase. Lo hizo luego de media hora de esperarla
(una que se fue más rápido de lo que pensé), le serví café caliente por el frio
y nos sentamos a hablar. Le comenté todo lo que ocurría, de esa decisión que yo
debía tomar y de lo que esta conllevaría. Ella me miró como siempre, y por fin
me dijo:
-Tu sabes muy bien qué hacer, si
me cuentas toda la historia es porque deseas convencerte a ti mismo de lo que
quieres realmente. En realidad yo nada puedo hacer.
-Quiero que me des tu opinión,
quiero saber que si lo que pienso hacer es lo correcto.
-Creo que solo tú mismo puedes
determinar lo que harás, no solo porque mi percepción de “lo correcto” puede
llegar a ser distinta a la tuya, sino porque así no podrás culpar a ninguna
otra persona más que a ti mismo por el resultado final. La verdad no creo que
debas hacer otra cosa sino lo que crees conveniente.
-Solamente no quisiera equivocarme…
-Te equivocas al sentir esa duda,
no hablamos de algo etéreo y desconocido, sino de la decisión misma de tu
corazón. Síguelo y corre detrás de él todo lo que puedas…
Un mes después supe la veracidad
de la conversación que habría mantenido con esa mujer que tanto me había
ayudado: renuncie a mi trabajo infeliz como periodista y me fui de la ciudad
tras la ilusión del cine, aquella aventura que si causaba ilusión en mi mente.
Ahora que ha pasado tanto tiempo desde que tomase aquella decisión, he podido
entender que en realidad no podría saber si fue la mejor. Solo sé que fue mía y
que, por tal la cuestión, ésta ya se torna distinta. Mi vida por fin comenzaría
a tomar rasgos adquiridos por mis deseos y convicción, no por otras personas
cercanas a mí. Ella entendió tal cosa y por eso no me dijo que hacer, solo dejó
claro que era mi destino lo que estaba en juego y que únicamente yo podría
moldearlo. Es increíble que durante nuestra vida lleguemos a dar con personas
tan sabias y que aun así, no siempre lo entendamos al momento. Por ella es que
ahora mi película resulta ganadora en este festival tan famoso, por ella es que
puedo decir que en este momento soy feliz.