Fotografía obra de Naomi Valdez. Fuente original.
Había una vez un algo distinto a
lo comúnmente diferente. Podía parecer normal
si te lo encontrabas en la calle pero la
verdad era que creía en fantasías e ilusiones, en emblemas de esperanza y
futuro. Por eso no se rendía, seguía adelante y buscaba magia entre los
rincones grises y monótonos de nuestra sociedad posmoderna.
Vivía tiempos de caos y callejones
de medianoche. Tenía una casa a la cual proteger y un cementerio de fantasmas
deambulando en su cabeza. Perseveraba con cada aliento de mar para así
continuar adelante. El valor se colaba en sus ojeras con la misma facilidad que
la lluvia por las goteras de su techo. Quería ser, ante todo, ser. Yo
disfrutaba de su presencia como parte fundamental de la vida, como una
presencia indispensable.
Sin embargo, ese algo sucumbió
ante la vulnerabilidad del tiempo. Se marchó una mañana de septiembre cuando se
veían en el cielo auroras boreales de contaminación. Supongo que se cansó de mi
compañía, no lo culpo, si hasta yo me canso de mí mismo la mayoría de las
veces. No fui en su búsqueda, solo le vi alejarse con una maleta y un sombrero
margariteño. Supuse que iría a esa bonita isla. No supe más.
Pasaron los días y la ausencia
dio golpes. Extrañé al algo como los perritos extrañan a sus dueños cuando
estos van al trabajo. El calendario se desmembró. Telaraña y abandono brotó de
aquel espacio que ocupaba la imaginación de un soñador. Yo toqué fondo entre botellas
de ron añejo que no devolvían el pasado. Entendí que no volvería e intenté
otros intentos. Nada sería como antes pero así debían ser las cosas. Al tiempo llegué
a acostumbrarme a la soledad y creí mi mentira de que todo estaba bien.
La vida sorprende con sus ironías
y aquel algo regresó una mañana cualquiera. Estaba igual de feliz que siempre y
usaba sandalias de turista. Volvieron sus ideales de libertad y vida que me hacían
pensar que la eternidad era posible. Sus sonrisas exageradas y conversaciones
emocionantes, todo eso estaba otra vez. Pero ocurría lo inesperado, el universo
transmutó cuando el algo no estaba. Ya no tenía lugar en mí aquel espectro saltarín
que decidió volver. No es que fuese malo o que yo quisiera estar sumido entre
sombras. Solo aceptaba que ya no debía estar.
Nos despedimos en una calle
bonita del centro. Yo le había parado un taxi para que lo llevase directo al
nunca vuelvas. Aquel algo me miró por última vez con sus grandes ojos cafés y
las trompetas del cielo parecieron tocar para nosotros. El carro se alejó y
entendí la vulnerabilidad del presente y
la imposibilidad del destino a repetir situaciones o formas de ser. Yo nunca volvería
a tener ese algo distinto a lo comúnmente diferente, sería otra cosa. La
historia se iba mientras otro algo llegaba.