Aquella tarde caminamos por la 88th St.
Compramos cerveza, comimos sushi, nos reímos de todo. Nuestras manos se acercaron, se rozaron, incluso se emanaron calor mutuamente, un calor muy fuerte concentrado en un lugar pequeño, tal y como el del big bang. Aún así, en aquel despliegue astrofísico, nunca llegamos a tocarnos. Toda una tarde juntos y no pasó. Nuestras manos se volvieron péndulos que fueron y vinieron, pero que en el momento exacto, se distanciaron. Una metáfora de nuestra historia, supongo. Cuando llegó la noche e hizo más frío, fuimos a un sector adorable de la ciudad con las luces de los edificios guiándonos. Caminamos, charlamos con taxistas, disfrutamos y finalmente volvimos al departamento. Ya para aquel momento, este quedaba pequeño para nuestras ilusiones. La vi quitarse la ropa para bañarse y tuve ganas de llorar. Cuántos días viví esperando ese momento, cuántos queriendo enviar algún mensaje de texto o llamada de auxilio, pero sin atreverme porque estábamos lejos, lejísimos, aunque estuviésemos en la misma ciudad. Entonces la madrugada pareció cerrarse. Las velas calentaron aún más que el big bang de nuestras manos y creo haber visto a mis plantas crecer. Todo por el idilio, todo por el desenfreno de lanzarse por el barranco de una pasión que se negaba a quedarse quieta. En ese momento ínfimo, queriendo comerle el cuello, el pasado y el futuro, entendí que ella era el amor de mi vida. Aunque muriese, aunque reencarnase, lo seguiría siendo. Esas cosas nos eligen. Quizás como un péndulo, sí, alejándose y volviendo para comenzar un nuevo otoño. Entonces la miré a los ojos, le olí el cuello, aprecié la eternidad de un momento fugaz, y nos dimos un nuevo primer beso. En mitad de tanto amor, caminamos por Central Park pisando las hojitas secas.