Cuando quise volver a escribir ya era demasiado tarde. La memoria me falló, las palabras no llegaron, me dio dolor de cabeza. El tiempo y sus estragos parecía haberme quitado la audacia que me dieron al nacer, esa idea de ser diferente al crear cosas a partir de letras. Y yo, que siempre pensé que no quería hacerlo por inmoralidad, me sentí solo, muy solo, al reconocer que realmente escribía por amor. O mejor dicho, no por amor sino por su ausencia, por el frío que dejaba cuando ya no estaba, por todo lo que nadie cuenta cuando llega la ruptura. Mis mejores notas, arrugadas sí, las hice siempre esperando en alguna estación porque el tren ya se había ido. Entonces por qué ahora no escribía, si estaba más desolado que nunca luego de que el romance se fuese, no tenía ningún sentido, ninguna explicación lógica. Fue así como intenté obligarme, coloqué nuestra música, vi nuestras fotos y me forcé a escribir. Fue doloroso, pero no tanto, lloré en algún momento, pero no tanto; ya nada era igual. Quizás por eso el resultado fue una abominación de la naturaleza, un ser deforme y horrible que se me abalanzó encima intentando matarme en cuanto cobró conciencia de sí mismo. Tuve que sacrificarlo por el bien de la humanidad. Entendí entonces que ya no se trataba de amor, de reencuentros, de quimeras. Entendí que yo ya era diferente.