
En esa época yo vivía gracias a
la literatura. No me refiero a que me hiciera ganar dinero, sino que, al
contrario, tenía tan poco que solo lograba sobrellevar la adversidad gracias a
ella. Y la literatura, al menos en mi vida, significaba tres cosas: los libros
que leía, lo que yo escribía y mi novia. Esta última era increíblemente bonita,
pero más que bonita, era inteligente, y aún más que bonita e inteligente, era
una buena persona. Ya hoy en día es difícil conseguir alguien que reúna esas
tres cualidades, las cuales, sin querer autoflagelarme, yo nunca tuve. Digo,
tampoco era un tipo feo, ni me consideraba bruto o malo, pero sin lugar a dudas
sí era un poco idiota. De otra forma no se podría explicar que no trabajase,
que viviese de arrimado en el apartamento de mi chica sin poner una moneda, que
justificase todo con el argumento romántico e ingenuo de que yo era un artista
y solo a eso me dedicaría. En mi defensa, y lo veo ahora que ha pasado el
tiempo, la razón de esa forma de pensar tan tonta se resumía en que, hasta
aquel momento, había leído demasiado y vivido muy poco.