Fotografía obra de Verónica Rodriguez.
I parte
Es inevitable que llegue ese
momento en el que abandonas todo. Sea porque estás cansado de lo que te rodea o
por que se te han extinguido las emociones. En mi caso lo que ocurrió fue que
renuncie a mi trabajo. ¿Para qué seguir engañando al mundo? ¿Para qué continuar
intentando engañarme a mí mismo? Ya no quería nada de eso. Recuerdo que el que
era mi jefe me pidió que lo pensara y que luego tomara la decisión. Rechacé
toda oferta que sabía no cumpliría. Al final creo que se debió enojar porque,
ante mis negaciones, se le puso roja la cara y me gritó que no esperase ningún
tipo de recomendación de su parte después de eso. La verdad es que tal cosa no
me importaba en lo absoluto. Me sentía como un esclavo que acababa de ganar su
libertad. Ya era libre de dejar invertir vida a algo que no me agradaba, libre
del estrés y de las ganas de llorar al llegar a la casa en las noches, libre de
horas, días y años completamente vacíos. Al fin todo aquello había terminado y
cuando salí esa tarde de la empresa con la típica caja del desempleado cuyo
contenido eran las cosas que estaban en mi escritorio, sentí más alegría que
aquella mañana de la entrevista en la que me habían otorgado el empleo.